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DE LO IMPERDONABLE

Agrego este texto con el propósito de complementar mi visión idealizada del perdón con una visión más real. Un nuevo enfoque del perdón de Péter Szil me fue enviado por el Sr. Luis Bobino en una iniciativa, que agradesco sinceramente, para invitarme a profundizar sobre el significado del perdón

Creo que ciertamente hay cosas que no deben ser perdonadas. Sin embrago, el perdón imposible trae consecuencias negativas para la víctima, desafortunadamente.

Lo importante es, quizá, encontrar un punto de equilibrio personal olvidando un poco el concepro de perdón. La busqueda puede centrase en la reducción de la angustia que causan los traumas del pasado. Un estado de tranquilidad puede permitirnos una vida menos caótica.

 

DE LO IMPERDONABLE

Péter Szil- Alicante, España- setiembre de 2002

Como psicoterapeuta tengo que enfrentarme a menudo a que un concepto tan arraigado en nuestra cultura como es el perdón, en la práctica no tiene ningún significado concreto y generalmente aplicable a cualquier circunstancia. En mi propio desarrollo profesional ha sido y es un reto constante poder ayudar a las personas a definir qué valor y significado tiene para ellos "perdonar" -si es que tiene alguno-, más allá de connotaciones culturales, religiosas o ideológicas. El psiquiatra Luis Rojas Marcos eligió el dilema complejo del perdón como tema principal para inaugurar una serie de artículos que conmemoran el primer aniversario del 11-S ("Perdonar lo imperdonable", EL PAÍS, 1 de septiembre de 2002). Su calidad de estudioso del fenómeno de la violencia, su participación directa en la asistencia a los afectados y su experiencia profesional en el terreno de la salud mental le otorgan autoridad para pronunciarse acerca del tema y hacían esperar de que lo abordase con la coherencia deseable. Sin embargo, esto no es así cayendo el articulista en muchas de las contradicciones intrínsecas al concepto del perdón.

Espero que Rojas Marcos me perdone si ahora utilizo su escrito para ilustrar en primer lugar la confusión que fácilmente surge si no se define caso por caso qué es perdonar y cómo se hace, y en segundo lugar las limitaciones terapéuticas de un concepto tan contradictorio.

El concepto del perdón no sólo es difícil de definir, sino también presenta serios problemas éticos y políticos. El más evidente de ellos es el siguiente: ¿si consideramos perdonables ciertos actos que nunca deberían haber ocurrido, cómo podemos evitar que se puedan reproducir y que los perpetradores se amparen en que el perdón se les extenderá a ellos también? Luis Rojas Marcos menciona también ese dilema, sin contestarlo o resolverlo (por eso la tesis de su artículo, resumido en el título, se queda en un juego de palabras paradójico) y pasa directamente a enumerar los problemas "de quienes no perdonan", mermando de esta manera no sólo sus propias "posibilidades de liberarse del pasado", sino arriesgando también el futuro, ya que "sin perdón no hay futuro". Este último postulado es un buen ejemplo de lo importante que es definir en cada contexto el contenido real de términos tan equívocos y de tan fácil abuso como el perdón. En el contexto del artículo de Rojas Marcos el postulado aparece con su connotación tomada del vocabulario religioso, mientras en boca del obispo anglicano de Suráfrica Desmond Tutú,- quien lo acuñó-, es algo más. Rojas Marcos pregona un perdón universal, un proceso mental, hacedor de paces, del cual se hace responsable a la víctima, sin por lo menos definirle en que consiste este perdón o cuál es su procedimiento en la práctica. El contexto original de las palabras de Desmond Tutú era la labor que él desempeñaba a la cabeza de la "Comisión para la verdad y la reconciliación" (institución creada por Nelson Mandela) que buscaba una sanción, o suficientes descargos de sus culpas, para los autores de actos delictivos, violentos, y que prefería el "perdón", en base a la justicia. Desmond Tutú sí que tuvo palabras precisas (no citadas por Rojas Marcos) para definir ese perdón: "Perdonar significa renunciar al derecho de pagar al ejecutor con la misma moneda; pero esto es una renuncia que libera a la víctima". O sea, lo imperdonable es tan imperdonable que nada libera de ello a quien lo cometió (para los verdugos no existe el perdón, sólo el arrepentimiento) y no repetirlo es la única manera que una víctima tiene para liberarse a si misma, y a la sociedad, de no ser perdonada tampoco. El problema, sin embargo, va más allá de simples discrepancias de terminología. Rojas Marcos hace en su artículo descripciones precisas de posibles contenidos intelectuales de un proceso de reconstrucción personal después de una agresión, como puede ser poder "explicarla y entenderla desde una perspectiva menos personal, más amplia" o "aceptar que el sufrimiento y la maldad son partes inevitables de la vida" y acierta en que esta cognición "facilita el restablecimiento de la paz interior y alienta a abrirse de nuevo al mundo". Si fuera este estado que muchos, entre ellos Rojas Marcos, llamaban perdón, podría discrepar del término, pero no del contenido. Pero resulta que para Rojas Marcos el perdón no es otro nombre de la paz interior o cualquier otro sentimiento que en el mejor de los casos se produce al darse ciertas circunstancias sanadoras, entre ellos la capacidad de explicación y entendimiento o de aceptación, sino un acto previo y condicionante a ella. Llamémoslo "perdonar" o "comenzar un nuevo capítulo de su autobiografía" (términos que el autor utiliza como sinónimos), se trata de un sentimiento o un estado emocional que, por consiguiente, no puede ser prescrito o considerado como condición previa de un proceso terapéutico exitoso. Incluso Rojas Marcos tiene claro que lo que él llama "perdonar", es "un proceso lento [...] en el que no mandan [...] ni creencias religiosas, ni criterios políticos correctos, sino sólo sentimientos". En esto estoy de acuerdo con él y precisamente por eso no me parece oportuno denominar este proceso tan delicado y personal con un término tan lastrado de connotaciones pedagógicas de religiones viejas y de "terapias" del índole de la Nueva Era, de moda actualmente, como es el perdón. Los métodos con los cuales Rojas Marcos intenta convencer al lector de la necesidad de perdonar son precisamente los característicos de religiones occidentales y orientales en su versión "políticamente correcta", las ideologías "terapéuticas" de la Nueva Era. Según éstas los que caen en el pecado de no perdonar ya no se castigan con el purgatorio eterno, sino con vivir "estancados", "obsesionados" y es su propia actitud la que "les impide cerrar la herida" o deshacer "el nudo que [les] ata a los torturadores". Ser víctima ya no es un estado de hecho por culpa de quien ha perpetrado el atentado, sino una "identidad" autoinducida que incluso "seduce a los afligidos con derechos o prebendas especiales". ¿Qué derechos? ¿Qué prebendas? Espero que no sean los que Rojas Marcos menciona al principio de su artículo: "Los epidemiólogos prevén que alrededor del 30% de la población expuesta a la destrucción de las torres y sus secuelas padecerá algún síntoma de trauma psicológico --como depresión, ansiedad, insomnio, pesadillas, fobias o alcoholismo-- durante los próximos 20 años. En la versión más materialista del atajo del perdón no se amenaza con males espirituales o psicológicos. La beatitud queda reemplazada por algo igualmente difícil de definir, pero no por eso menos codiciado: la salud. "Perdonar es también bueno para la salud. Beneficia al corazón, a la presión arterial, al sistema inmunológico y la tensión nerviosa, como demuestran los estudios realizados en la Universidad de Stanford, California, en los años noventa."

Aunque a lo largo de todo el artículo de Rojas Marcos el lector no haya echado de menos una concreción de qué es perdonar, ahora sí es el momento de preguntarse: ¿no sería preciso rendir cuentas de cuál ha sido el proceso cuyos resultados los investigadores universitarios pretenden haber aprehendido en parámetros fisiológicos tan exactos? Por si la afirmación sobre los beneficios del perdón para la salud física, más bien digna de un panfleto que intenta investir un nuevo aparato de gimnasio de una aura científica, no fuera suficientemente convincente, Rojas Marcos recurre a otro método de publicidad: la referencia al "prestigioso colega". "Esto me recuerda una frase que dijo en una ocasión mi agudo y prestigioso colega neoyorquino Thomas Szász: 'Los tontos, ni perdonan ni olvidan; los ingenuos, perdonan y olvidan; los sabios perdonan, pero no olvidan'." No sé cuál es el contenido concreto que Szász mismo le hubiera asignado a ese vocablo tan siniestramente versátil que es "perdonar", ya que no conozco el contexto original de la frase citada. Sólo sé que Rojas Marcos la utiliza para tildar de tontos (aunque sea amparándose en una cita) a los que no consideren, como él que "para pasar finalmente la página" ya es hora "plantearse [...] perdonar lo imperdonable". Esta utilización de la cita podría dar pie a pensar que si los que un año después del ataque a las Torres Gemelas todavía no han perdonado, ni olvidado, son tontos, entonces las madres y abuelas de la Plaza de Mayo, unas de las forjadoras de la revisión de la Ley de Punto Final argentina, para quienes ni décadas han sido suficientes para desistir de su lema "ni olvido, ni perdón", son auténticas locas. De todas maneras el espíritu del artículo de Rojas Marcos no se atiene a las palabras atribuidas a Szász. Mi impresión es que el perdón del que habla Rojas Marcos es el mismo que el olvido del que habla Mario Benedetti: "El olvido no es victoria / sobre el mal ni sobre nada / y si es la forma velada / de burlarse de la historia / para eso está la memoria / que se abre de par en par / en busca de algún lugar / que devuelva lo perdido / no olvida el que finge olvido / sino el que puede olvidar" ("El olvido" del libro "Viñetas de mi viñedo"). En los 20 años que llevo trabajando como psicoterapeuta muchas veces he sido testigo de como personas que han sido victimas de atrocidades que, si no queremos justificar su reproducción, debemos considerar imperdonables, han conseguido reconciliarse con lo acontecido y dar a su vida un rumbo no supeditado a lo que les ocurrió. Cuando ésto se da, se ahorra mucho sufrimiento no sólo para las personas malheridas, sino también para el entorno de éstas (por no hablar del dinero que el sistema de salud pública ahorra en los próximos 20 años). Por el otro lado es mucho más incómodo reconocer que ciertas heridas en ciertas personas a lo mejor nunca se cierran o por lo menos tardan más de lo que nos gustaría. Algunos supervivientes de los campos de concentración nazis acabaron una vida larga y tan rica como enriquecedora, pero también de lucha constante con sus memorias, suicidándose. ¿Se le ocurriría a alguien tachar a personas de tanta capacidad de reflexión, explicación, entendimiento y aceptación como por ejemplo Primo Lévi o el también psiquiatra Bruno Bettelheim de que no han tenido una suficiente "dosis de introspección, valor y esfuerzo" que según Rojas Marcos requiere la "tarea" de perdonar? Precisamente la experiencia del holocausto ha dado la oportunidad a los psicólogos de observar que los supervivientes que han integrado en su vida de una manera activa la herida sufrida tenían mejor calidad de vida, mientras los que encerraban lo vivido en su interior sufrían más somatizaciones e incluso han dado lugar a lo que llegó a llamarse el "síndrome de la segunda generación", o sea, que lo que no se resolvía en los que han sufrido directamente el trauma, se pasaba automáticamente a la siguiente generación. Por eso debemos preguntarnos seriamente, tanto profesionales de la salud, como ciudadanos y prójimos, qué es lo que verdaderamente ayuda a los que sufren algo inolvidable e imperdonable. ¿Tenemos que incitarles a perdonar para "entender" y "explicar"? Después de todo ¿qué es lo que un superviviente de algo tan inconcebible como es un campo de concentración o un atentado suicida o cualquier otro abuso tiene que entender? ¿No estaremos forjando con esa exigencia nuevos casos del síndrome de Estocolmo? A lo mejor los que queremos ayudar a las víctimas tenemos que desarrollar en primer lugar maneras auténticas e interiormente ancladas de poder convivir sin tapujos, racionalizaciones y justificaciones con las verdades de nuestras propias vidas, por dolorosas que sean. Así no caeríamos en el error de prescribir pautas o calendarios para condicionar o apurar el proceso delicado de "hacer paces con el ayer por fatal que sea", y estaríamos en condiciones de acompañar a los que necesitan nuestra ayuda sin manipulaciones ideológicas y pedagógicas de ningún tipo.